domingo, 5 de marzo de 2023

H92

Era el último día en la ciudad, pero no me quise ir. Caminé admirando la exquisita arquitectura, los imponentes edificios y la magia de ese mundo que descubrí al cruzar el océano y que me recibió para acogerme y atraparme. No era un momento para partir, sentí que podía caminar todo el día y en cada esquina encontraría un motivo más para quedarme.

Al costado de la plaza había una cerca que la rodeaba y la separaba de la vereda. Cuando me dispuse a tomar esa calle, por esa vereda: lo vi.

Me costó reconocerlo, más que nada porque creí que nunca volvería a verlo, porque no imaginé como seria 20 años después. No estoy segura si caminé hacia él o solo me limite a esperarlo bajo la galería en la entrada de un pintoresco hotel. Pude verlo caminar en dirección a mí, serio, concentrado e indiferente. No tuve miedo de que no me reconociera, a pesar de que sabía que los años hacían estragos en las personas, porque yo conservaba la mirada de lobo hambriento que lo había perseguido durante años en nuestra adolescencia cuando aún estudiábamos en el colegio secundario.

Su cara me era tan familiar, conocía cada una de sus facciones y gestos, su irresistible sonrisa y sus movimientos particulares que quedaron tatuados en mi memoria de tierna enamorada.

A medida que se acercaba pude ver como salía de su ensimismamiento, como escapaba a los pensamientos que lo mantenían absorto. Entonces me vio. Serio y sorprendido clavó sus ojos en los míos, contuve la respiración esperando su reacción; su mirada cedió y se fundió en una dulce sonrisa con la que se colocó a escasos centímetros de mí.

Debo haber sonreído también porque me miró expectante al tiempo que me nombró con signos de pregunta y sin esperar respuesta me abrazó.

Pude sentir mi corazón como un potro desbocado, el debió sentirlo también porque apresurado me retiró tomándome de los hombros diciendo: -¿Estas bien? Rápidamente respondí: - ¡Sí! ¿Vos? ¿Qué haces por acá? Y sin darle tiempo a contestar le manifesté: ¡Qué lindo verte! Y acentúo su irresistible sonrisa.

Me tomó de la mano y su increíble calma me obligó a inspirar profundamente para no parecer una loca desesperada. Me condujo hasta un banco donde los pasajeros que salían del hotel aguardaban a los taxis.

Allí pude ver que los años lo habían convertido en un hombre especial, calmo y feliz que quería saber de mí. Conté rápidamente (demasiado rápido) que estaba en el país trabajando y que ese día había terminado mis labores en la ciudad, pero por alguna razón decidí recorrerla para disfrutar de las cosas que no había podido hacer los días anteriores por lo ocupada que me había encontrado.

Me miraba y prestaba atención a mis palabras, yo intentaba distraerme y no pensar en eso porque mil cosas pasaban por mi mente y una mezcla de los que fuimos y los que hoy somos me explotaba la cabeza.

Su compañía de teatro estaba en la ciudad como parte de la gira por el continente, esa era precisamente la galería del hotel donde estaba hospedado. Resumió algunos pasajes de su vida y de la carrera que lo llevó a la felicidad que delataban sus ojos.

Por momentos nos miramos en silencio, por miedo a volver a la realidad, supongo. Cuando hablaba me tomaba la mano y me sonreía mirándome a los ojos.

El encuentro no duró más de 10 minutos pero mi vida entera se replanteó en ellos. Buscó en su mochila (una mochila, igual que antes, allá en nuestro pueblo, en nuestra escuela), sacó una entrada para el teatro y me la entregó.

- Si quieres ver la obra, hoy es la última función, este es un palco preferencial. (Dijo guiñando el ojo)

- Ahí voy a estar, respondí sin dudar y sus labios sonrieron despiadadamente una vez más.

Me abrazó fuerte y nos despedimos, con la certeza nunca antes sentida, de que volveríamos a vernos.

Caminé como un zombi tomando por momentos la reja que circundaba la placita, agradeciendo a Dios y a mi intuición el hecho de haber decidido quedarme en la ciudad.

Cuando llegué a mi hotel aún me temblaban las piernas y el corazón daba tumbos recordando la escena, el encuentro con quien fuera mi amor en la adolescencia. Ese amor no correspondido que había vivido en mi mente y mi imaginación. Pero que él había conocido, por mi mirada, por mis amigos y por una carta que lo describía en mis primeros años de escritora aficionada e insegura.

Avisé de la noche extra y me pasé el resto del día rememorando el amor que me unía a ese joven que se había convertido en un hermoso hombre que hoy me había tomado la mano sonriendo como un adolescente.

Almorcé liviano y cada tanto sonreía con las imágenes que llegaban desde nuestra tierra, desde nuestra secundaria y desde nuestros puros corazones 20 años más jóvenes.

Miré una y otra vez la INVITACIÓN ESPECIAL, investigué la temática de la obra y me alegré con las buenas críticas y la repercusión que tenía.

A las 7 de la tarde estaba bañada y mi excéntrico perfume inundaba la habitación. Un atuendo sencillo me hizo sentir cómoda pero atractiva.

Al salir del lobbie del hotel un taxi me esperaba. En pocos minutos descendí en la puerta del imponente teatro de antigua arquitectura, pero ambientada para las modernas obras teatrales.

Un muchachito de unos ojos transparentes como un diamante me condujo a mi palco preferencial. Había un matrimonio serio que no se comunicaba entre si y un grupo de mujeres que se reían a carcajadas expectantes al inicio de la función.

Con una mueca me acomodé en mi asiento para disfrutar de la actuación más hermosa a la que jamás había asistido; descontando las que mi amado realizaba en los escenarios del colegio y los ensayos en que se olvidaba la letra al verme mirarlo con la admiración y el amor de una niña de 14 años.

Todo quedó a oscuras y el telón se abrió dando paso a una mujer ataviada con un vestido rojo de la época del rey Ramses. Los personajes se sucedieron junto con la historia. Uno de los caballeros hizo su entrada con un porte que yo hubiese reconocido a kilómetros de distancia. Allí estaba, vestido para la ocasión, serio, concentrado en su personaje, pero lleno de la magia que yo amaba y que el transmitía desde el escenario.

El muchacho de los ojos transparentes se acercó y me ofreció una especie de binoculares con los que pude observar a mi actor en todas sus facciones.

Reí y lloré con la misma pasión que él le ponía a su papel y que yo lo había seguido desde esa calurosa tarde de marzo cuando nos conocimos.

Al terminar el acto los protagonistas miraron al público con agradecimiento y satisfacción. Me puse de pie y esperé su mirada hacia al palco preferencial. El caballero egipcio me miró acentuando la sonrisa y fui tan feliz que los ojos se me inundaron de emoción.

Dejando mi ubicación en medio de los espectadores y de las mujeres que comentaban y reían sin parar, busqué al muchacho de los ojos transparentes. Cuando lo ubiqué, le devolví los binoculares y le consulté como podía hacer para saludar a los actores. Sonrió al escuchar mi acento sudaca y me indicó que lo siguiera. En ese momento el miedo a no poder ver a mi amado por última vez me aterrorizó. Empecé a pensar en cómo averiguaría de las próximas funciones o a que país se dirigiría y me vi viajando por el mundo en su búsqueda, una vez más.

El pasillo se hizo angosto y me pareció que el muchacho escuchó mis latidos porque no se detuvo, ni se percató si lo seguía. Una puerta se abrió y aún con su cara maquillada el antes caballero, Ali Babá o el chico de 4° año salió de prisa.

Al verme se detuvo en seco y abrió sus brazos, me dejé caer sobre su pecho y escuché latir su corazón de prisa, dejando que se confundiera con el mío. Me retiró por los hombros y sonrió, lo felicité con toda mi alma y volvió a envolverme entre sus brazos.

Otras personas que pasaban y que lo saludaban y felicitaban nos obligaron a ponernos a un costado. Me explicó que tenía que cenar con la compañía para celebrar el éxito de la última función, pero que eso no le llevaría más de 2 horas, que si yo deseaba podía llegarme por su hotel luego de eso y podríamos nosotros también brindar celebrando nuestro encuentro. Acepté gustosa y me fui, al volver la vista hacia su camerino aún estaba en la puerta hablando con la mujer del vestido rojo. Pero mirando cómo yo me retiraba. Lo amé.

Instintivamente subí a un taxi apostado en la entrada del teatro y me dirigí a mi hotel. Dos horas me parecían una eternidad. Pero la eternidad que había pasado entre nuestro último encuentro y éste me reconfortó. Me tranquilicé y el tiempo pasó de prisa, a las dos horas y media descendía de otro taxi, pero esta vez en la galería del hotel que esa mañana había iluminado mi vida.

Entre aparentando seguridad pero muerta de miedo de que el conserje me dijera que él no había llegado, o que estuviese ocupado con alguien.

Pronuncié su nombre como no lo hacía desde mil años, o eso sentí. El amable conserje me indicó que aguardara. Los segundos me pesaban en el cuerpo y en el alma, quería llorar y reír, pero al ver mi cara en el espejo una seriedad inmutable cubría mi rostro.

Al cabo me informó que el señor me invitaba a subir a su habitación, pero que si no deseaba hacerlo que lo aguardara hasta que él descendiera.

Sin dudarlo acepté, ya no había excusas ni tiempo que me impidieran estar sola con él en un lugar. Como nunca antes había sucedido.

El ascensor llegó demasiado rápido, solo dándome tiempo a aflojar mi expresión y suspirar hondo, para ocultar mis nervios que me hacían temblar como una niña asustada.

Toqué a la puerta y al instante abrió. El –Hola- más dulce del mundo me invitó a pasar. Me preguntó cómo me pareció la obra y si había cenado en la misma oración, quizás él también se sentía nervioso e inseguro. Pero lo disimulaba bien. Manifesté una opinión halagadora que lo satisfizo.

La habitación tenía dos ambientes integrados por una arcada, desde donde una blanca y gigantesca cama se imponía frente a los discretos muebles también blancos del resto del lugar. En el sector de la entrada un pequeño escritorio contenía una notebook en funcionamiento desde la que se reproducía una lenta melodía en inglés.


Se sentó en un banquito frente a una computadora, desde allí estiró su mano para acercarme. Me interesé por lo que estaba consultando y me obligó a sentarme sobre sus piernas. Estaba más corpulento de lo que yo lo recordaba, su brazo rodeo mi cintura y me mostró en la pantalla las próximas presentaciones.

Mientras hablaba, miraba la computadora pero su mano me recorría la espalda. Lo miré emocionada y sus ojos me devoraron. Sonrió y me agradeció, yo no entendía porque. Él había hecho de mi vida un sueño, había despertado mi deseo de escribir, de estudiar y de vagabundear por el mundo esperando volver a encontrarlo. ¿Gracias? Yo debía decir gracias, pero solo sonreí.

Acercó sus labios a los míos y me besó hondamente. No podría explicar la pasión que nos embriagó, su cuerpo acarició el mío por un espacio que no puede medirse en el tiempo ni en la realidad.




Cuando tenía 18 años lo había encontrado en un boliche bailable a mitad de camino entre su casa y la mía, allí se dio cuenta de que ya no era la nena que lo perseguía por el colegio con la mirada. Esa noche fue un cuento de hadas, donde sus labios acariciaron los míos. Palabras que utilicé en ese momento para describir los besos de aquella noche.

Hoy las caricias describen acabadamente la conexión y el amor que nos unió esta vez con tranquilidad, pasión y experiencia.

Desperté en la gran cama blanca, feliz como una adolescente, estaba sola, el sonido de la lluvia golpeando en el balcón me regocijó. La puerta del baño se abrió y la mirada de quién llenó mis sueños y ahora realidades me buscó desde la puerta. Se acercó y con un beso me deseó los buenos días.

Luego de ducharme, salimos del hotel hacia un barcito con grandes ventanas que emanaba un exquisito olor a café. Su mano siempre aferrada a la mía me condujo por entre las mesas y nos sentamos enfrentados junto a una ventana.

Hablamos de todo, de ayer y de hoy.

Las gotas se deslizaron por el vidrio y con su mano sosteniendo la mía me recordó que el nunca no existía y que el mundo iba a seguir girando para encontrarnos en alguna de sus vueltas.